Capítulo V.

Segunda parte:
El año del Chacal

El cuerpo de su madre
se pudre en el suelo veraniego
Abandonó el pueblo
Se fue al sur y cruzó la frontera
Dejó el caos y el desorden
atrás, sobre su hombro
Una noche se levantó en un hotel verde
con una extraña criatura gimiendo a su lado
El sudor rezumaba en su brillante piel
¿Están todos adentro?
La ceremonia está a punto de empezar.

Jim Morrison, 
La celebración del lagarto


El regresar a la casa de mi madre significó una derrota por varias razones. La primera, porque era la prueba de que yo no podría sobrevivir sin ella. También porque significaba uncirme al yugo al que ella me había sometido, después de tres años de haber vivido en libertad.
La tercera razón, acaso la más dolorosa, fue saber que ella ya no se interesaba en mí. No se había vuelto a casar, pero había perfeccionado sus métodos y se relacionaba por largas temporadas con hombres, hasta que, fastidiada o saciada de dichas relaciones, emprendía un nuevo amorío.
Tan era así, que no me habilitó una recámara en el interior de la casa, sino que alquiló adicionalmente un cuarto en la azotea del edificio, donde mi presencia no le estorbara para poder realizar su vida sexual.
Actuaba como si no recordara nada de lo ocurrido entre nosotros. Me seguía manipulando, no obstante, y jalando las cuerdas que me unían a ella, más que como los hilos de una marioneta, como un cordón umbilical que me hacía depender de mi madre en lo absoluto.
Algo dentro de mí, me decía que más tarde o más temprano volvería a necesitar de su ritual de la consola y sus boleros. Yo sabía que la única razón por la que no se había vuelto a casar, era el no contar con un hombre que llenara sus necesidades afectivas, antes que sus apetitos sexuales. Podía mantener un amasiato todo lo ardiente que se quisiera, pero no podía vivir sin emborracharse y cantar su vieja música de tríos.
Su control era tan férreo que aún cuando, lejos de ella, tratara de acercarme a una muchacha, tenía el poder de pegar mis labios, de paralizar mi garganta, mi lengua. Lo había hecho de adolescente, impidiéndome que tuviera novia, castigándome cuando me encontraba con alguna niña. En esa época era comprensible, porque éramos amantes.
Otro hecho que se dio cuando volví con ella, es que mi oído se volvió a aguzar, al punto que empecé a escuchar voces cuya procedencia me era desconocida.
Un día salí a la calle y escuché una vocecilla que me llamaba, aquí estoy, aquí estoy, una voz de mujer que traté de rastrear, de la misma manera que un perro persigue un olor que a nosotros nos pasa inadvertido.
La voz me llevó hasta una mujer de aire solitario, que vivía sola y trabajaba como secretaria en una tienda de decoraciones. Primero era una voz casi inaudible y difícil de entender. Después se convirtió en un pequeño llamado, ayúdame, estoy sola, estoy tan sola, lo que decía a pesar de un tipo que parecía ser su novio y con el que salía los fines de semana. Esa voz era como un aroma que yo podía seguir desde cualquier punto de la ciudad, un rastro que inevitablemente me llevaba hasta ella.
Todo ese asunto de mi madre y de la muerte de mi padrastro me había vuelto una persona tímida, apocada, casi transparente. Por ello, a pesar de que la seguí por varios días, de que aprendí de memoria su rutina, de su casa al trabajo y viceversa, no me habría atrevido a hablarle. Yo la llamaba Soledad, no sólo porque me recordaba a mi madre en otros tiempos, sino por esa atmósfera solitaria que parecía envolverla, a pesar de encontrarse en medio de una multitud.


Fue por esa época que comencé a escribir mi diario. Bueno, no era un diario, porque no lo redactaba con esa periodicidad. Escribía cosas de vez en cuando; les ponía fecha cuando creía que era algo importante o digno de recordar.
También solía agregar dibujos. Los dibujos me ayudaban a comprender mejor las cosas. No debería llamarlos dibujos, sino diagramas: me servían para representar la situación que estaba viviendo, la relación entre mí y las personas que me rodeaban. Tenían un valor mágico, inclusive. Cuando conocí a Soledad (a la mujer a la que yo llamaba Soledad) la dibujé con la mayor precisión posible. No era un retrato. Dibujaba a Soledad por dentro, era un mapa de ella.





Diario, abril de 1967
Te interrogo, sombra
La cabeza vacía, no de ideas,
sino de recuerdos.
¿Nada importante te ha pasado?
Los    O    j    O s    vacíos,
la M I R A D A que atraviesa mi cara
(no me ves, desdeñosa, con aire de superioridad)
Como mi madre     Buscas algo, ¿qué?
¿Compañía, acaso?
                            tu                         C
                                                        U
                                                        E
                                                        L
                                                        L
                                                        O
Largo erecto frágil delgado dúctil
H o m b r o s  e n  l.e.n.t.o.  d e c l i v e
Brazos arborescentes que se enredan
en la noche                                                                                 en la noche
Ramas                   SENOS                            SENOS                   Ramas
enredadera             fruta  de  amor                 fruta  de  amor            enredadera
espinos de               mordida                               mordida               espinos de
cinco ramas                                                                                     cinco ramas
llamados                                                                                           llamados
M   A  N  O  S                                                                            M   A  N  O  S

(tu cuerpo es el paraíso del cual fui desterrado)
Arrojado del paraíso por el Dios Madre
Destierro
Entierro
Sol
Soledad
Sol de edad
Sol que se da
Sol que se niega


Yo pensaba que si hubiera podido acercarme a ella, probablemente le habría agradado saber lo que sentía. Pensaba que si ella hubiese visto mi interior como yo veía el suyo, le halagaría saber que cada víscera de mi cuerpo estaba tatuada con su nombre. Esa necesidad de hablarle me estaba desgarrando, sentía su lento desplazamiento dentro de mi cuerpo, hurgando en mis intestinos, la quiero, la quiero, una enorme necesidad de hablarle, una víbora, una enorme lombriz que me recorría las entrañas. Háblale, pendejo, háblale.


Diario, julio de 1967
¿Cómo soy? Esta pregunta tiene sentido. No me conozco. Si me asomo a mi interior veo un abismo. Cuando niños solíamos jugar en un solar situado en las afueras, por la colonia González Ortega, un terreno de labor que al parecer sus propietarios habían abandonado. Cruzando una carretera se encontraba una vía de ferrocarril en terraplén, tres o cuatro metros arriba del nivel de la carretera. Un hueco (más tarde sabría que era un banco de material) formaba algo así como una isla rodeada de agua estancada. Era mucho más de lo que podíamos pedir para realizar nuestros juegos. Isla, lago, y hasta un pequeño acantilado del que nos gustaba aventarnos hacia el enorme zacate del fondo del hoyo.
El tren era, hoy lo advierto, un símbolo de la muerte y por eso nos aterrorizaba su llegada. Sobreponiéndonos al terror, colocábamos la cabeza sobre la vía y tratábamos de aguantar hasta el último, cuando en medio de risas y gritos, nos despeñábamos hacia el interior del hueco.
Eran algunos segundos de caída libre, no sabría calcular cuántos. Pero en esos segundos tenía un atisbo de la verdadera libertad. Hablo de la verdadera libertad, de un hecho material, tangible, no de un concepto abstracto. La libertad era caer hacia el interior del hoyo y azotar contra el pasto crecido. ¿Tengo que aclarar que yo era siempre el último en quitar la cabeza de las vías?
Todo esto tiene mucha significación. La libertad era algo que sólo podía obtener si arriesgaba mi propia vida. Y no importa que fueran sólo unos segundos, ese instante en que estaba en el aire representaba el no estar sujeto a nada, ni siquiera al asfixiante dominio de mi madre.
Pero al final estaba el hoyo, el vacío que era yo mismo. Es emocionante asomarse a un abismo, es irresistible la emoción de acercarse lo más posible a la orilla, obviamente sin caer.
Cuando me asomo a mí mismo, me aterro. Estoy tan lleno de miedo, de odio, de resentimiento, que me asusta pensar lo que podría hacer. Y no quiero, no quiero hacerlo. Pero, ¿cómo podría evitarlo?


Era irremediable que en algún momento me acercara a ella. Lo hice una tarde, a sabiendas de que a esa hora siempre estaba sola. Quise hablarle, pero los hilos con que mi madre me manejaba me habían cerrado la boca, como una de esas cabezas jíbaras cosidas de los labios.
En el aire permanecía esa vocecita, ayúdame, estoy sola. Conforme me acercaba a ella, esa voz se hacía más audible, ven, cógeme, mátame, estoy tan sola. Guiado por la voz, entré a su casa que era apenas tres habitaciones semivacías, casi sin muebles. Recorrí la casa con la vista: no había mesa y por comedor, usaba un escritorio en que se amontonaban platos y vasos. No obstante, tenía una vitrina con escasa vajilla. Giré la cabeza hasta donde creí que un espejo, bordeado de molduras de plástico doradas, reflejaría mi cara. Pero no, el rostro que me veía desde el cristal era el de ella. Al verme se asustó, trató de gritar, de huir, a dónde, si no había escapatoria. Me bastó brincar una achaparrada mesa de centro para caer sobre su espalda y tomarla por el cuello.
La muerte es una forma de amor. Eso se sabe porque existe una expresión muy común, “morir de amor”. En efecto, se puede morir de amor, matar de amor, matar por amor. Al tenerla sujeta por el cuello lo supe con toda precisión. No necesitaba mirarla. Me bastaba imaginar su expresión de terror, esa entrega absoluta, hazme tuya, mátame de amor.
Su cuello era tan frágil que casi diría que se quebró entre mis manos. Cuando llegamos a la recámara la desnudé y me desnudé. Fue un momento mágico. Por primera vez sentí ese amor exento de rechazo o de burla. Sentí que nos habíamos entregado plenamente. Sol, Soledad, por fin volvía a aceptarme dentro de ella.
Decidí llevarla a casa. Empero, al verla desnuda, me di cuenta que no me interesaba completa. Sus senos eran espléndidos, dos blandas esferas de carne, amplias aureolas, erectos pezones. Sus nalgas repetían aproximadamente la forma de sus senos.
Tomé de ella lo que me gustaba, a pesar de que en su rostro se apreciaba la molestia, casi la ira por haber separado las partes de su cuerpo. Lo siento, no hay alternativa. Si he de llevarte a la casa, tiene que ser de esta forma.
Así que corté sus senos, su región pélvica y su cabeza. Iba preparado con un hacha de jardinería, pero me bastaron sus propios utensilios de cocina. Acomodé con gran cuidado estas partes en una bolsa negra de plástico; no ocupaban más espacio que si hubiera ido a comprar víveres al mercado. Me bañé con agua casi fría y me volví a poner la ropa, que se había mantenido limpia, a pesar de la gran cantidad de sangre que había en la habitación.
Emocionado, feliz hasta las lágrimas, abandoné la casa con mis preciados trofeos. Caminé entre la gente que ocupaba las aceras, que no era mucha en rigor, ebrio de alegría, con una mueca que reflejaba mi triunfo absoluto.
Había comenzado para mí y para ella una nueva vida.


Un bestial crimen fue perpetrado en contra de una infortunada mujer, que fue hallada descuartizada en su propio domicilio. La occisa, que en vida respondía al nombre de Martha Acosta Fernández, fue encontrada por una vecina a quien llamó la atención que su departamento se encontrara abierto.
Los detalles de este brutal homicidio no han sido dados a conocer por la policía local y hasta el momento la prensa sólo conoce los datos que vecinos y testigos de los acontecimientos han proporcionado.
De acuerdo con el testimonio de María Luisa Torres Pelayo, quien hizo el macabro hallazgo, el cuarto de la infortunada mujer se encontraba cubierto de sangre. Ella sólo pudo advertir la presencia del cuerpo desmembrado antes de caer desmayada. Cuando hubo recobrado el conocimiento, huyó presa del pánico, llamando a gritos a los vecinos y a la policía.
Otros testigos de los hechos tampoco pudieron dar mayor información. Coinciden con la señorita Torres Pelayo en que Martha Acosta fue descuartizada, aunque no pueden precisar qué partes de su cuerpo fueron desprendidas. La policía ha mantenido un total hermetismo respecto a los detalles del espeluznante crimen.
Según estos testimonios, Martha Acosta Fernández trabajaba como secretaria en un comercio dedicado a la decoración de interiores, donde tenía aproximadamente dos años de laborar. Al parecer, era una persona recatada, de la que poco tenían que decir sus vecinos.
Al cierre de la edición, se supo que los familiares de Acosta Fernández, tíos lejanos de la occisa, habían llegado a la ciudad de Puebla procedentes de Juchitán, Oaxaca, de donde son originarios. Pese a que solicitaron la entrega de los despojos de Martha, les ha sido negada la autorización para recogerlos.


Diario, 27 de agosto de 1967
Amo la nota roja, amo su desparpajo, su desenfadada irresponsabilidad, su estúpida simpleza, su reiterativo uso de palabras y lugares comunes. El hoy occiso, la infortunada víctima, el despiadado criminal, los amigos de lo ajeno, el arma homicida, y un casi interminable etcétera que llegaría a lo astronómico.
La amo como amo a mis Soledades, como se quieren unos zapatos viejos, como algo horrendo y confortable, como la ropa de dormir.
Me gusta, porque me da un aire de irrealidad, porque dejo de ser simplemente Francisco Ríos Hernández para convertirme en el-torvo-criminal, porque me multiplico entre las páginas, porque crezco y me transformo.
Yo nací para la nota roja, ahora lo sé. Mi lugar no es este cuartucho en el que me hacino y subsisto milagrosamente. No es la casa de mi madre, donde siempre soy un arrimado y apesto antes de los tres días de regla. Yo vivo en los periódicos, en las innumerables notas que me dedican sin saber quién soy, en los ríos de tinta que corren paralelos a los ríos de sangre, a los ríos de llanto, a los ríos de gritos, si es que los gritos pueden ser un fluido que escurra por las callejuelas hasta ser tragado por las alcantarillas.
Así que voy coleccionando los recortes de periódicos que hablan de mí sin mencionarme. Creo que algún día tendré que darles el gusto de que sepan quién soy.


Un macabro descubrimiento realizaron dos niños, habitantes de la colonia Mayorazgo, cuando localizaron a orillas del río Atoyac los restos de una persona, al parecer de sexo femenino, en completo estado de descomposición
Los menores Juana Osorio Mena y Alejandro Mena Martínez se llevaron el susto de su vida, al encontrar en la ribera del río que cruza al norte de la ciudad de Puebla, la cabeza de un ser humano, al parecer una mujer, que se había atorado en las ramas de un árbol derribado por las lluvias torrenciales de los días pasados.
Aguas abajo fue localizada la parte inferior del tronco, presumiblemente de la misma persona. Los menores dieron aviso a sus padres, quienes a su vez informaron a las autoridades del hallazgo. La policía acordonó la zona y tras una breve búsqueda encontró, medio kilómetro adelante del lugar del segundo hallazgo, otros despojos que no fue posible reconocer. Los restos fueron localizados dentro de una bolsa de plástico sin ningún tipo de marca.
Entrevistado en el lugar de los hechos, el jefe de la policía poblana, Arnulfo Bernal Nava, declinó hacer declaraciones al respecto, en tanto no se tenga un análisis de los despojos encontrados. Indicó que ayer mismo serían puestos a disposición del Oficina Médico-Legal de Puebla y que hoy por la tarde podrían tenerse más datos.
En un escueto boletín de prensa, el departamento de policía consignó el descubrimiento de los restos humanos, sin más detalle, y mencionando que el análisis forense de los mismos dará más datos sobre este lamentable acontecimiento.


Cinta de video, 17/04/98
Oigo sus gritos. Pero no están en mi cabeza. No son verdaderos recuerdos. Usted cierra los ojos y vienen a su mente rostros, sonidos, tal vez dolores. No me refiero a eso. Los ruidos de aquellos años se fueron quedando dentro de mí, primero a flor de piel, como un pequeño escalofrío que recorría mi epidermis y me ponía la carne de gallina.
Después, los ruidos se fueron yendo hacia adentro, inundando mis músculos, usando como caja de resonancia mis venas y mis arterias, hasta radicar en mis huesos, en mi médula, ruidos míos que ya no me abandonarán en toda mi vida.
De repente duermo y esos sonidos brotan de mi cuerpo y me despiertan agitado a medianoche. Recuerdo que una vez toda esta ala del pabellón de enfermos mentales despertó sobresaltada por el ladrido de un perro. Los guardias vinieron a averiguar qué pasaba y esculcaron cada celda, buscando al animal causante del bullicio.
Pero no había tal: era sólo el ladrido de un viejo perro que me acompañó durante mi infancia, atrapado en mis costillas, que se había fugado durante la noche, muy a mi pesar.
A veces emito gritos, chillidos, voces guturales. Son todos aquellos ruidos que se quedaron atrapados en mi cuerpo y que escapan de mí, sin ton ni son. Oigo los gritos de aquella mujer (dicen que se llamaba Martha) pidiéndome que la matara, suplicándome que acabara con su pobre vida, por favor, por favor, mátame.
También rebota en mi celda el crunch, crunch de los huesos de mi madre, un ruido como de huesos de pollo, para que usted me entienda, un sonido breve, seco pero muy audible, crunch, crunch, los huesos rompiéndose entre mis manos, los sonidos penetrando por mi piel y entrando a mis propios huesos, en espera de que alguien me mate y me parta a mí también.
Guardo dentro de mí las largas pláticas con las cabezas de aquellas mujeres a las que yo les pedía perdón. Recuerdo especialmente a la primera (ésa, la que dicen que se llamaba Martha). Recuerdo que llegué a mi casa y saqué de una bolsa negra su cabeza, sus nalgas, sus tetas. Pero al sacar la cabeza, me miraba con enorme tristeza. No era rencor, no: no le importaba estar muerta, porque su vida era una verdadera porquería y me agradecía que la hubiera matado. Había tristeza porque, a pesar de todo, a ella le gustaba su cuerpo y me echaba en cara que la hubiera separado de él.
Yo le dije no, estás equivocada, ese cuerpo no te servía. Lo único que rescato de ti es tu rostro angelical, como el de mi madre. Rescato tus pechos flácidos pero generosos y tus nalgas redondas. Perdóname. Perdóname. Nunca quise hacerte daño. Pero para que fueras mía era necesario que tomara de ti sólo aquello que verdaderamente servía.
Coloqué en la cama cuidadosamente sus despojos: su rostro angelical, sus senos erectos, sus nalgas redondas. Cuando hicimos el amor, ella me lo agradeció. No decía nada, pero yo podía leer en sus ojos el agradecimiento, cógeme, sálvame de la mierda en que vivo.
Platiqué con ella (¿ya lo dije?) toda la noche. Me dijo que me comprendía, que me perdonaba por todo lo que había hecho. Fuimos amantes largo rato. Yo regresaba a la casa, tomaba mis modestos alimentos y al apagar la luz, dormía con ella, besando sus labios fríos y restregando mi pene contra sus rígidas nalgas.
Nunca una mujer fue tan mía. Nunca hubo una pareja mejor. Yo la amaba y ella me escuchaba pacientemente, noche tras noche, alentándome, brindándome la palabra que necesitaba escuchar.
Un día, un vecino me dijo que probablemente en el terreno aledaño habría algún perro muerto, por el olor insoportable que se respiraba en el edificio. Me di cuenta que debía dejarla. Así que besé su cabeza, a manera de despedida. Fue hermoso mientras duró, le dije. Siempre habrá en mi corazón un lugar para ti.
Tomé sus despojos y los arrojé al río, no sin una lágrima de infinita nostalgia. Gracias por todo lo que me diste.
Todo lo que platiqué con ella está encerrado en mi cuerpo. Cada plática, cada gesto. Si un día viene usted en la noche, mientras estoy durmiendo, probablemente escuche cómo escapan de mí los diálogos que tuve con ella.
Guarde silencio.
Escuche.
Ahí está.
Es su vocecilla, pidiéndome que la mate.
¿No la escucha?


Los despojos hallados a orillas del río Atoyac pertenecen a Martha Acosta Fernández, quien fuera asesinada el pasado 24 de agosto en su domicilio del barrio de San Gabriel, reveló el estudio practicado por la Oficina Médico-Legal de Puebla.
Como se recordará, el cuerpo de la infortunada mujer fue encontrado en su propio domicilio, convertido en escena dantesca, completamente bañado de sangre. En éste se realizó el levantamiento del cadáver descuartizado, en medio de fuertes medidas de seguridad.
En rueda de prensa, el director de la policía poblana, Arnulfo Bernal Nava, informó que los restos hallados el 6 de octubre a orillas del río Atoyac, pertenecieron a Acosta Fernández, de 26 años, soltera, originaria de Juchitán, Oaxaca, de oficio secretaria, quien residía desde hace dos años en la Angelópolis.
De acuerdo a las palabras del jefe policiaco, la identificación se realizó sin que quepa duda alguna de la identidad de los despojos humanos, aunque omitió entrar en detalles, por respeto a los familiares de la víctima. También señaló que la cooperación de los mismos fue determinante para la identificación de Martha.
El director de la policía estatal dio a conocer que ya se tienen pistas muy concretas que en breve llevarán a la detención del autor o autores de este crimen. Agregó que no daría más datos para no entorpecer las investigaciones.
El cadáver fue entregado finalmente ayer por la tarde a sus familiares, tíos lejanos de la occisa, quienes manifestaron la posibilidad de solicitar una indemnización a las autoridades por tan lamentables acontecimientos.