Capítulo III.


Me volví loco. Durante el día todo era igual que antes de aquello: mi madre realizando las tareas domésticas, dando de comer a mis hermanos, platicando con los vecinos, yo en la escuela, desatendiendo las clases, ella cocinando, yo platicando, ella golpeándome, todo como un gran teatro, actuando el papel de nosotros mismos, como si nada hubiera pasado. ¿Este era el sueño o la vigilia? ¿Soñaba que cogía con mi madre y despertaba al mundo anodino del barrio? ¿O el sueño era ese mundo “normal” y despertaba para verme en brazos de mi madre, apestoso a alcohol, quitándome de la lengua los pelos de su pubis?
Una era la verdad, sin duda. Pero ¿cuál? ¿Cómo podía saberlo, si cuando estaba en la escuela, jugando futbol o haciendo un examen, temía que llegara ese momento en que cogía con mi madre, si temblaba sólo de pensar en la consola y sus boleros? ¿Cómo, si cuando estaba junto a ella sólo quería que me acariciara el pene, que me succionara con sus labios delgados, que me llenara la boca con sus enormes senos?
Comencé a practicar extrañas diversiones. En una ocasión, en el mero día de San Juan, llené una gran bolsa de plástico con unos escarabajos cobrizos, llamados sanjuaneras, que brotaban a montones del parque de San Gabriel. Volví a la casa, me encerré con éstos en el baño y después me divertí aplastándolos a zapatazos. Los animales crujían, plaf, plaf, y quedaban embarrados en el piso y las paredes, moviendo las patas estúpidamente.
Otra vez, capturé una docena de pequeños sapos. Intenté disecarlos, abriéndoles la panza con un bisturí y tratando de sacarles la sangre y las vísceras, pero los animales eran  muy pequeños y sólo se arrugaban entre mis dedos, quedando convertidos en una especie de uva pasas. Me enfurecí con los sapos porque no se dejaban disecar, así que agarré por igual a los vivos y a los muertos, los arrojé al sanitario y, con solemnidad funeraria, jalé la palanca del agua.
Mataba moscas, cucarachas, mayates, grillos y casi cualquier forma viva que se cruzara en mi camino. Sus cuerpecillos estallaban con resplandores de sangre verdosa y con ruidos breves y contundentes. Imposible saberlo, pero creo que los bichos también se divertían con esas prácticas.
Un día me regalaron un pequeño gato gris de ojos también grisáceos. Comencé jugando con éste y, siguiendo el consejo de mi madre, le di leche con un biberón. Al principio la relación con el gato parecía funcionar. Pero un día, sin que yo tuviera culpa alguna, empezó a maullar desconsoladamente, a despecho de la mamila que mordisqueaba con sus pequeños colmillos. Sus gritos crecían en forma alarmante y, desesperado, lo llevé hasta una fuente que estaba en medio del patio, una gran pila de piedra basáltica donde las señoras llenaban sus cubetas. Lo sumergí en el estanque hasta que dejó de maullar. Lo saqué de la cola y lo deposité en unas baldosas también de laja basáltica. Con sus pelos erizados, más flaco de lo que parecía, el gato se quedó callado por un momento, los ojos abiertos, desorbitados y la lengua entre los dientes.
Traté de ocultarlo, pero antes de encontrar un lugar para hacerlo, volvió a maullar, como si quisiera delatarme por haberlo matado. Cállate, pinche gato. Entonces empezó a gruñir aún más fuerte, en forma acusatoria, reprochándome el maldito, tú tienes la culpa, pinche gato, cállate ya. Lo único que se me ocurrió fue correr a la cocina y tomar un cuchillo cebollero, con el que finalmente le arranqué la cabeza de tajo. No fue tan fácil, empero: un pedazo de piel o de músculo mantenía unida la cabeza. De un tirón separé la cabecita gris y sólo entonces dejó de maullar.
Su mirada seguía siendo de reproche, pero ya no escuchaba sus maullidos. Me sentí triste, molesto con el propio gato, cuya actitud me había obligado a matarlo. Triste, apesadumbrado. Pero tranquilo.


Chinga tu madre. Así decían esas vocecitas. Voces de adolescente, casi infantiles, con cadencias de ronda, de canción de cuna. Chinga tu madre. Chinga a tu puta madre.
En la escuela esto no tenía significado. Se decía como un insulto, como puto, pendejo, ojete, cabrón. Eran palabras que connotaban, antes que denotaban. No se entendían, se sentían.
Pero para mí tenían un significado preciso. Me pedían exactamente que hiciera aquello que me avergonzaba y a la vez deseaba en forma imperiosa. Chingar a mi madre. A mi puta madre.
Al sólo conjuro de sus mentadas, yo desaparecía de la realidad con un breve chasquido, como el que producían los encendedores de gasolina, un ruidito de piedras que chocan, vaticinando la llamita azulosa. Chinga tu madre. Y de repente, ya estaba en ese mundo de lo improbable, de lo que nunca había existido, el inhóspito paraje al que van los calcetines extraviados, los botones del puño de la camisa, los buenos deseos y los juramentos de amor eterno. De repente, ya estaba yo ahí otra vez, escuchando aquella música, sorbiendo los pezones, embriagándome literalmente con su aliento.
Chinga tu madre  chinga tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga
Voces. Por todas partes.
Chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre
A donde fuera. Sin posibilidad de escapatoria. De día y de noche. Dormido o despierto.
Chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu madre chinga  tu /


El segundo crimen de mi madre fue tan perfecto como el primero. Pero sus motivaciones habrían de ser de otra índole. Lo de mi padre estuvo justificado, merecía morir, aunque no de una forma tan aséptica, tan impersonal. Lo de mi padrastro, en cambio, fue una reacción de simple subsistencia, instinto de conservación.
Nuestra relación había tomado un sesgo innecesariamente peligroso. El alcoholismo de mi madre llegaba a un punto crítico y pasaba buena parte del día dormida. Hacia el anochecer se volvía más activa, hacía un arreglo superficial de la casa, mandaba a mis hermanos a dormir y abría parsimoniosamente la consola. A veces usaba una bata que creo que a mi padre le gustaba, traslúcida, con una orla de peluche o algo así, combinada con una bata más corta (en aquellos años se le llamaba negligè y hoy baby doll) con la cual cambiaba de actitud, adoptando un aire de vampiresa, imitando a María Victoria o cualquiera de las actrices de la época. No me gustaba cómo le quedaba, pero disfrutaba mucho el cambio de carácter que se operaba en ella.
Perdida su mente, en efecto llegó a creer que yo era mi padre. El brandy era para ella una máquina del tiempo o más precisamente, una máquina de recordar y de evadir su realidad. Su mirada no caía en mí, se prolongaba hasta el infinito, me atravesaba. Quiero decir que no me veía ni advertía lo que nos rodeaba, sino que volvía a ese pasado idílico en que se emborrachaba con mi padre.
Me caía mal. Me parecían ridículas sus poses, sus intentos por excitarme cuando mi pene estaba erecto en todo lo alto, ansioso de clavarse en su carne. Me fastidiaba el pretendido romanticismo de aquellos mal llamados tríos (su nombre correcto tendría que ser tercetos), los Tres Caballeros cantando dicen que la distancia es el olvido / pero yo no concibo esa razón / porque yo seguiré siendo el cautivo / de los caprichos de tu corazón, la forma cada vez más destemplada en que cantaba a grito pelado esas tonterías.
Yo era, en efecto, cautivo de sus caprichos, pues era siempre ella la que tomaba la iniciativa, la que decía cuándo y cómo. Cuando en algún momento traté de hacerlo, me lo reclamó tan airadamente /¿qué te pasa? ¿Te has vuelto loco? ¡Soy tu madre!/ que llegué a creer que todo lo anterior era un sueño, que el amasiato entre mi madre y yo sólo había sido una pesadilla o una alucinación.
Borracha, ya no tenía inhibiciones ni tomaba precauciones. Estoy seguro que mis hermanos se daban cuenta de lo que ocurría, sin entenderlo del todo. No se cuidaba de nada ni de nadie.
Por eso mis abuelos nos sorprendieron una tarde, desnudos, jadeantes, mi madre meciéndose frenética sobre mí. ¡Dios mío! ¿Qué están haciendo? El susto me impidió eyacular e hizo desaparecer mi erección. ¡Por Dios, Soledad, es tu hijo, tu propio hijo! El sudor de los muslos de mi madre chasqueando contra los míos. Sus senos meciéndose frenéticamente. ¡Tu hijo, tu propio hijo, Soledad!
En su absoluta confianza, con total descuido, dejó la puerta abierta. El par de viejos no cabían en su estupefacción. ¡Tienes marido, Vicente es un buen hombre que te quiere! ¡Por qué con tu hijo, por qué!
Ni la sorpresa ni el regaño de sus padres la amedrentaron. ¡Qué saben ustedes de lo que yo quiero o necesito! ¡Qué saben ustedes lo que es vivir abandonada, cuidando hijos! Parecía un buen argumento y mi madre, que siempre fue una buena actriz, adoptó un aire de dignidad como si alguien la hubiera ofendido. ¡Se me largan de aquí y cuidadito y le digan algo a alguien! Los papeles se habían invertido y ahora era mi madre la que regañaba a los abuelos por haber tenido la osadía de descubrirnos.
La actuación de mi madre, si bien convincente, no fue del todo persuasiva. Mi abuelo la veía con horror, como si esperara alguna excusa, algún intento de explicación. Sin poder sostenerse, se derrumbó a la orilla de la cama. Mi abuela lo secundó.
Habiendo fallado en su primer intento, mi madre cambió de actitud. Se transformó en una mujer compungida, a la que las circunstancias habían orillado a cometer un hecho reprobable. Tampoco funcionó, porque mis abuelos estaban anonadados y sólo movían la cabeza diciendo no puedo creerlo. El abuelo estaba lloroso, su cabeza temblaba entre sus manos. La abuela había enrojecido, parecía haberse atragantado, resollaba en forma espasmódica.
Finalmente mi madre pidió perdón. Era tan falsa como en sus anteriores actuaciones, pero el tiempo que había transcurrido sirvió para que los abuelos comenzaran a digerir la situación. Aún llorando abandonaron la casa. Nunca supe la razón exacta, pero mi madre obtuvo su silencio. Si se hubieran atrevido a delatar a su hija, nada de lo que ocurrió después hubiera pasado. A mí no me tomaron en cuenta, fue como si la hubieran sorprendido masturbándose.


Ni siquiera la sorpresa de los abuelos consiguió que mi madre se volviera menos descuidada. Por el contrario, le hizo sentir que podía manejar cualquier situación. El que Vicente nos sorprendiera era sólo cuestión de tiempo.
Una madrugada, volvió a la casa en una de sus cada vez menos frecuentes visitas. En la cama, desnudos, dormidos, abrazados, mi madre y yo yacíamos para su sorpresa. Extrañamente dirigió su furia hacia mí, azotándome con un cinturón. Apenas pude cubrirme con los antebrazos de la feroz golpiza que me propinaba con la hebilla.
Aclaro que él nunca me golpeaba. Me cuesta trabajo saber si tenía algún sentimiento paternal hacia mí. A mis hermanos los quería mucho y a mí me dirigía cierta indiferencia compasiva, que yo agradecía.
Pero el encontrarnos en la cama lo enloqueció. Ella lo detuvo y trató de inventar una nueva excusa. En el fondo de los ojos de Vicente se encendió una luz y pareció darse cuenta que la culpable tenía que ser ella, no yo. Levantó el brazo para dejar caer el cinturón sobre mi madre, pero nunca terminó de hacerlo. Una vez repuesto de la paliza, le reventé una lámpara de buró en la cabeza, lo que sirvió para aturdirlo un poco y permitir que mi madre alcanzara una plancha con la cual abrió el cráneo de Vicente.
Quiero aclarar que no lo disfruté. Nada tenía en su contra y no deseaba su muerte. De hecho, al principio no sentí el dolor de los golpes en mis brazos. Sólo deseaba que dejara de golpearme. Pero cuando empezó a sangrar de la cabeza, sentí correr mi propia sangre con furia y desee golpearlo repetidamente.
Lo golpee con la lámpara rota, una, dos veces, fuera de mí, pero mi madre, que a pesar de lo violento de la situación, no perdió la cabeza, me detuvo, haciéndome reaccionar a cachetadas. ¡Ya basta! Tenemos que ver si está muerto. En efecto, lo estaba. Rápido, me dijo, llévate tu ropa a tu recámara y destiende la cama.
Mis hermanos se habían despertado por el bullicio, pero permanecían llorando en su habitación, alarmados por la gritería. Mi propia madre empezó a gritar, pidiendo auxilio, afirmando que su esposo se había vuelto loco. Cuando llegó la policía dio su versión de los hechos: Vicente había vuelto a deshoras a reclamarle a su esposa una supuesta infidelidad. La excusa tenía sentido, pues los vecinos habían sido testigos de varias escenas de celos entre ambos. Yo, que advertí la situación, traté de defender a mi madre, lo que hizo que el energúmeno me vapuleara. Para librarme de la tranquiza, ella le había asestado el golpe definitivo con la plancha.
Su prestigio en el barrio pesó mucho para que esta absurda historia fuera creída. No faltó quien estuvo dispuesto a atestiguar hechos que no le constaban, con tal de ganarse la simpatía de mi madre.
Ella no se salvó de pasar tres años en la cárcel. Durante ese tiempo, los familiares de Vicente reclamaron la custodia de mis hermanos, que a mi madre no le interesaba pelear. Nunca los volví a ver. Me parece recordar que los quería.
La prensa no le dio mucha importancia al asunto y no fue pródiga con fotografías; de hecho sólo se publicaron dos: una foto de la escena del crimen, ya sin el cadáver de Vicente, y otra donde aparezco yo, mostrando las heridas de mis brazos.
Fue la primera vez que salí en el periódico. Pero entonces me tocó ser la víctima.