Capítulo II.


Tras la muerte de mi padre las cosas se modificaron poco en la casa. En ocasiones parecía como si aún estuviera vivo, la consola tocando a todo volumen, el humo del cigarro nublando la sala, el tufo del brandy arañando mis narices y la voz destartalada de mi madre estremeciendo la casa. Inclusive, ella mandaba periódicamente a la tintorería los dos o tres trajes de mi padre y los colgaba cuidadosamente, como si esperara que volviera alguna vez. Usaba un aceite oloroso a pino para limpiar sus guitarras y aún fingía afinarlas de vez en cuando.
Si he de ser franco, sólo borracha era agradable. La mayor parte del tiempo estaba malhumorada, nerviosa, en trance de ir a ninguna parte, huyendo de mi padre, de los contradictorios sentimientos que le provocaba su recuerdo. Quería huir, sin saber a dónde. Hubiera sentido lástima por ella, de no ser porque el pagano de sus frustraciones era invariablemente yo.
Un instinto defensivo me hizo comprender que la única manera de atenuar, de alguna forma, sus frustraciones, era golpeándome o insultándome. Podía sentir en su voz la delectación con que pronunciaba la palabra c.a.b.r.ó.n.
“Escuincle c-a-b-r-ó-n, ya me tienes hasta la madre”.
O d i a b a  e s a  v o z .
Disfrutaba llamarme p-e-n-d-e-j-o, paladeaba con especial fruición el adjetivo omnipresente p/i/n/c/h/e.
[ La Pe se atoraba entre sus labios delgados
  al salir hacía un ruido como el de una botella de sidra al descorcharse,
acompañado de una gotita de saliva,
            la eNe hacía tropezar su lengua,
la CHe era una pequeña explosión
                      de desprecio ]
- Quita tus pInnnCHes manos de mi vestido
- Trágate esta mieeerda
- Levanta esas mierdas
- Pinche chamaco
- Pinche vida
- Pinche mierda.

- - - - - O d i a b a  e s a  v o z  - - - - - O d i a b a  e s a  v o z   
------- e s a  m a l d i t a  v o z
---- e s a  m a l d i t a  v o z    e s a  m a l d i t a  v o z  
               e s a  m a l d i t a  v o z ----

(Quisiera poder encontrar aquí una forma de representar mi odio, mi pavor por esa voz chillona y destemplada, e s a  m a l d i t a  v o z )

El eco de sus palabras se iba rebotando por el pabellón de mi oreja, chocando por las paredes carnosas, haciendo resonar los huesecillos de mi oído, retumbando en mi cabeza como en la cúpula de una iglesia abandonada.
Nunca usaba la palabra puto o puta. Por lo menos, no para referirse a alguien como homosexual o prostituta, que es como la mayoría de las veces se utiliza. Los homosexuales le eran indiferentes, pero por las prostitutas sentía un resentimiento rayano en el odio. Sólo usaba esa palabra como insulto en la fórmula compuesta putamadre y aún en ese caso, no la usaba con frecuencia.
Por lo que hace a los golpes, mi madre era simplemente brutal. Años después, cuando ya habían nacido mis hermanos, se perdió dentro de la casa un billete de 100 pesos, que era la mitad de su gasto de la semana. En aquella ocasión nos golpeó con unos cortineros que quedaron inservibles de puro doblados, rompió en nuestras espaldas gruesas cucharas de palo y paró de golpearnos cuando no quedó en la casa objeto alguno que sirviera para tal fin.
Si mi nariz está quebrada y ganchuda, también se lo debo a ella. Por alguna travesura infantil, me golpeó con una escoba hasta que me quebró el tabique nasal. Recuerdo que sangré por largo tiempo y mi madre, lejos de preocuparse por detener la hemorragia, me pedía que no le dijera la verdad a mi padrastro, que le dijera que me habían pegado con un balón en la escuela. La hinchazón y el dolor me dejaron casi ciego durante todo un día.
Si mi memoria está agujerada, es por lo mismo. Eran golpes y golpes, todos los días. No meta las manos, decía, cuando me cubría con los antebrazos para amortiguar los golpes. Era un momento que esperaba con miedo todo el día. ¿En qué instante mi madre descubriría un error, una descompostura, una mínima desobediencia a sus absurdas órdenes? No había horario, era como la caída de un rayo, algo que nunca ocurría ni en el mismo lugar ni en la misma hora.
Golpes. Sólo golpes.


Pero estando ebria, su actitud era del todo diferente. Me abrazaba, me cubría de besos, me cantaba al oído aquellas ridículas canciones de Los Tecolines, Los Dandys, el Cuarteto Armónico. Por supuesto, Los Panchos. Yo podía escuchar el alcohol evaporado, escapando de su estómago en pequeños eructos, lo oía subir por su esófago con un apagado estertor, lo escuchaba colándose por su garganta, a gritos, revuelto con la letra de aquellas canciones:

Como un rayito de luna
entre la selva dormida
así la luz de tus ojos
ha iluminado
mi pobre vida...

Y sin sorpresa, la escuchaba llamarme indistintamente Francisco o Hilario. Sobria, me decía que yo le recordaba mucho a mi padre, eres igualito a él, nomás que sin bigote. Ebria, me llamaba Lacho, me embadurnaba el rostro de lápiz labial, ¿te acuerdas, mi amor? con esta canción nos enamoramos / su aliento alcohólico / tú me llevabas serenata y te ibas corriendo cuando salía mi papá / sus ojos enrojecidos por el cigarro / cómo nos queríamos / su voz aguardientosa / nuestro amor, nuestro amor, como un rayo de luz se encendió.
Si su trato me causaba cierta confusión, tampoco necesitaba justificarlo, pues como digo, eran los únicos momentos en que dejaba su actitud cortante y agresiva. Yo esperaba que abriera la consola, que pusiera un disco de los Dandys o de cualquier otro trío, y comenzara a beber, a fumar y a cantar. Era la señal de que la sesión de golpes había terminado y comenzaba ese pequeño remanso que significaban sus románticas borracheras.


Al quedar sin recursos, mi madre comenzó a frecuentar los lugares donde mi padre había trabajado. Tenía por ese entonces 27 años y era bella para los cánones de la época. No le fue difícil colocarse en un bar, atendiendo la barra.
Pero sus objetivos distaban mucho de solamente encontrar empleo. No obstante su viudez, la existencia de un hijo, su carencia de recursos y su juventud, mantuvo un aire de dignidad que la hacía destacarse entre las demás mujeres del sitio. La barra de la cantina se volvió un aparador donde ella se mostraba y a la vez, una trampa donde aguardaba a su víctima.
No tardó mucho en aparecer. Era un taxista que con frecuencia llevaba clientes al bar, por los cuales cobraba una comisión. Se sentía atraído por mi madre, pero sobre todo, por la fama que había adquirido al no convivir con los clientes y jamás aceptar una invitación de ningún tipo.
Se casaron poco tiempo después y los años que siguieron, siete para ser precisos, fueron más que apacibles para mí. Entre otras cosas, porque dejé el centro de la ciudad y me trasladé a lo que, sin yo saberlo, sería mi escenario, mi habitat: el barrio de San Gabriel.
Ahí también habitábamos una vecindad. Pero a diferencia del gran patio de que gozábamos en el centro, en San Gabriel vivíamos en una casona de dos patios, uno sembrado de higueras y otro desnudo de vegetación. Ambos se intercomunicaban con un pequeño pasillo techado con bóveda catalana de apenas dos metros de ancho por acaso tres de largo. Empero, nos las ingeniábamos para jugar futbol y carreras de coches, usando sillas de madera a manera de trineos.
Ese minúsculo espacio crecía en mi imaginación. En el primer patio, a un costado del pequeño huerto de higueras, había un descuidado jardín con rosales y alcatraces y algún yerbarajo, que era El Pantano. Una base de concreto, que alguna vez sostuvo un poste, era el barco o lancha en que recorríamos El Pantano.
Un gran montón de escombro, que incluía los restos de una estufa de ladrillo y algunos rieles, era para los niños de la vecindad La Montaña. Diariamente la escalábamos y era escenario de alguna de nuestras imaginarias aventuras. Con el mismo escombro construíamos autos de pedacería de ladrillo.
Lo más curioso de todo era una casa de madera de dos pisos, que obviamente se convirtió en nuestro refugio y teatro de cualquier cantidad de juegos. Describo esto porque la casa donde más adelante viví con mi madre, luego de la muerte de mi padrastro, no era la misma. En nuestra segunda estancia en el barrio mi madre alquiló un departamento.
Califiqué esos años de apacibles. La vida del barrio lo era a un punto de casi aburrimiento. En las mañanas mi madre acudía a una tienda que a la vez era panadería (de hecho, en esa época no había panaderías de autoservicio, el pan se vendía en tiendas y se pedían las piezas como cualquier otra mercancía) y además de llegar con una bolsa llena de conchas, traía en una cajita de cartón algunas gelatinas “de papelito”, como se les llamaba por el hecho de que las servían sin más recipiente que un papel encerado.
Los domingos se ponía una especie de feria frente a la iglesia de San Gabriel, se instalaban puestos de fritangas, puestos de juguetes de plástico y un hombre nos alquilaba visores con diapositivas en tercera dimensión por veinte centavos.
Como un inmenso ritual en que todos participábamos, a cada hora del día podía casi saberse en dónde se encontrarían los habitantes del barrio, un enorme juguete de relojería en que cada personaje señalaba una hora determinada. Esa repetición monótona de las mismas actitudes le daba seguridad a los habitantes, confianza y un simulacro de alegría. Y yo amaba esa forma mediocre de existencia, quizá porque durante los años que vivimos con mi padre la vida diaria fue un azaroso enigma, un eterno vivir, como decía mi madre, “con el Jesús en la boca”.
E irónicamente, años más tarde, sería yo quien acabaría con esta tranquila mediocridad y le daría el escaso renombre, la triste celebridad de que gozó San Gabriel. Mi barrio. En efecto, mío.


De ese matrimonio nacieron mis dos hermanos, Vicente, como mi padrastro y Ernesto. Era un buen padrastro, toda vez que frecuentaba poco la casa y las contadas ocasiones en que aparecía por ahí eran para llevar dinero.
¿Cómo era, físicamente? Tenía un vago parecido con mi padre. Acaso el aspecto desgarbado, el cráneo huesudo, el copete negro y grasoso de Glostora, acaso un bigotillo cuidado con afectación. Yo sólo habría de recordar por siempre su cadáver. Casi no me acuerdo de él.
En mi madre empezó a operarse un cambio radical. El sexo seguía siendo prioritario para ella y lo obtenía de mi padrastro, aunque no con la intensidad que ella deseaba, así que empezó a tener aventuras, pequeñas infidelidades que completaban las necesidades emotivas de una mujer que (ya lo dije) era sumamente apasionada.
No sé cuándo Vicente empezó a sospechar. En el barrio los chismes corrían si no con precisión, sí con rapidez. Las escenas de celos menudearon. Pero la misma habilidad que había desplegado al matar a mi padre ahora la empleaba mi progenitora en engañar a su marido sin dejar huellas. Era un crimen menor, pero igualmente perfecto.
Si no se decidía a dejar a Vicente se debía a dos razones fundamentales: primero, él representaba el sustento de la familia; segundo, y tal vez más importante, no encontraba al hombre que sustituyera en su nicho emocional a mi padre. Ese hombre de sentimentalismo ramplón, sensible a fuerza de alcoholizarse, que compartiera con ella su afición por el brandy y por los boleros, no llegaba a su vida.
No sé con precisión cuántos hombres conoció mi madre en aquellos años y por qué no apareció su compañero de parrandas. Esta incapacidad para sustituir a mi padre habría de tener consecuencias decisivas para mí.


Recuerdo el hecho, porque habría de repetirse en innumerables ocasiones y siempre de la misma manera. Era un ritual, por medio del cual mi madre recordaba su vida, desde la adolescencia hasta la edad adulta. Comenzaba tocando los discos más viejos, particularmente de Los Panchos, que de tanto uso se habían desgastado hasta producir un ruido semejante al de un leño crepitando por el fuego.
Las primeras canciones corrían al parejo de las primeras copas. Después la relación cambiaba en favor del alcohol. Cuando había alcanzado cierto grado de embriaguez, me llamaba a gritos y me hacía sentarme en un sofá, mientras cantaba, con lengua vacilante, aquellas tonadillas: yo que soñé / con tener una reina / que mandara en mis adentros / ya no tengo que buscarla / porque en ti todo lo encuentro / ya nomás dime que sí.
La primera vez no me sorprendió que empezara a acariciarme y a besarme, pues ya lo había hecho antes. Sin embargo, en un momento se puso repentinamente seria, me miró a los ojos y me besó en la boca.
Fue un largo beso.
Sus pequeños labios, adheridos a los míos,
Parecidos,
                sus labios y los míos
Como una calca                      como un sello
                              boca
                            placer
                    delicados labios
                           deseo
labios y más labios
La lenta lengua
                         E X P L O R A N D O
mi garganta

No me pareció extraño que en su mente confundida me llamara Lacho y Pancho, indistintamente. ¿Te acuerdas Lacho? Tú me llevabas serenata y te despedías con buenas noches, mi amor / me despido de ti / que en el sueño tú pienses / que estás cerca de mí /
Pero cuando empezó a hurgar en mis pantalones, un imprevisible temblor se apoderó de mis huesos, al tiempo que la piel se me erizaba, no de frío, sino de calor.
En aquellos años, la única educación sexual con que uno contaba provenía de los chistes y de las pláticas de cantina. Eludiendo toda explicación, proverbialmente el padre dejaba en manos de su hijo adolescente un puñado de billetes con aire complicitorio, para que acudiera al burdel-del-barrio y aprendiera de golpe y porrazo lo que había de saber sobre el sexo. Si no era así, existía esta versión, más como una leyenda que como práctica corriente.
Yo no tenía padre, tampoco podía acudir a las cantinas y los chistes no dejaban de ser vagas alusiones a una relación confusa, por lo que en ese momento (tenía 14 o 15 años) apenas tenía un atisbo de lo que podría ser el sexo. Lo sabía placentero, investido de un aura mítica que se transmitía a quienes lo practicaban. Lo deseaba con curiosidad y con un poco de miedo también.
Hubo un momento en que los diques que contenían su deseo se abrieron sin control. Comenzó a tocar mi pene, a juguetear con éste y finalmente a masturbarme de una forma tan violenta que me desmadejé. Tal vez mi padre necesitara ese tipo de estimulación, pero conmigo sólo significaba una eyaculación más que prematura, urgente.
Empero, tras ésta, mi erección no había disminuido ni un centímetro. Mi glande se curvaba tratando se escapar de su envoltura, pues esa primera eyaculación ocurrió sin que me hubiese bajado por completo el prepucio.
Después me chupó el pene. Y la segunda eyaculación me hizo estremecer de una forma que jamás habría podido imaginar. Y aún cuando ya había eyaculado, ella seguía chupando, enloqueciéndome de placer hasta hacerme gritar, hasta obligarme a sacar violentamente mi pene de su boca.
Cuando finalmente me hizo penetrarla, comprendí de golpe todos los chistes que circulaban en la escuela y entendí por qué ese acto tenía tantas significaciones simbólicas, tantos nombres, tantos valores: monté, me montó, me empapó de sus jugos, me hizo volver a eyacular. Era apenas la primera noche, apenas había traspuesto la puerta, apenas había entrado al mundo de la carne desnuda, de los gemidos, de los líquidos corporales.
Cuando terminó, advertí que esa primera vez me separó en forma tajante del resto de los muchachos de mi edad, no por el hecho de haber tenido relaciones, sino por haber sido mi madre la maestra en esta ardua asignatura. No podía correr a la calle con los otros jóvenes para presumir, como lo hacían ellos con sus imaginarias aventuras, no podía decirles que había abandonado definitivamente la infancia. No tenía anécdota, no había chiste que contar, sólo guardaba para mí el recuerdo de aquel hecho, como si lo cometiera en el mismo instante de recordarlo, sin antecedente ni consecuente, sólo un monótono pasado que se repetía como un disco rayado: la consola a todo volumen, mi madre ebria, cantando, su mano hurgando bajo mi pantalón, la primera eyaculación, la sensación de no saber lo que había ocurrido, la cruz del dolor de aquel recuerdo.