Capítulo IV


La sorpresiva reclusión de mi madre me representó un descubrimiento: saber que podía vivir sin ella, saber que existía algo más allá de la música de Los Panchos y el brandy con Coca-cola. En esa época sonaban fuertemente The Beatles y algunos desvelados seguían escuchando a Elvis Presley. Obviamente yo ya conocía el rock, a partir de una película llamada “Semillas de maldad”, donde se escucha el Rock around the clock, de Bill Halley.
Me aficioné a esa música. Primero se trataba de melodías (hoy las llaman rolas) con un agradable dejo de ese rock primigenio, canciones que sonaban a Fats Domino o a Jerry Lee Lewis. La guitarra de Chuck Berry presidía el altar de la música que escandalizaba a los viejos (se les decía “la momiza”).
Escuchaba el rock con ferocidad, como si tratara de limpiarme las orejas de aquella música ridícula que durante tantos años me acompañó. Toqué y toqué hasta casi desintegrar el Revolver de The Beatles, arrancando de mi cerebro, con cada tocada, las muchas veces que tuve que escuchar Nuestro Amor.
Fueron años de cambios acelerados. Tras la beatlemanía, surgieron figuras radicales, en particular Jim Morrison y Jimi Hendrix. Dos vidas trágicas, breves y fecundas. ¿Cómo no identificarse con ellos? ¿Cómo no sentir un estremecimiento al escuchar Break on through o Purple Haze?
Lo que es una verdadera estupidez es creer, como se dijo años más tarde, que mis crímenes tuvieron relación con el rock. Recuerdo en particular un artículo que no quise conservar, donde un pendejo trató de hallar el origen de las muertes “analizando” la letra de algunas canciones de The Doors. En fin, con ánimos de satanizar es comprensible, aunque no sea razonable. Pensar que el rock me indujo a matar es tan descabellado como echarle la culpa a la música de Los Panchos o a cualquier otra.
Si no morí fue por esa música. Si pude soportar lo que haya tenido que vivir (imagino días sin comer, una infructuosa búsqueda de trabajo, acaso días a la intemperie) fue porque tuve el aliciente de esa música, que le daba forma a mi ira, a mi desesperanza. Mis sentimientos se transformaban en sonidos, la música era una droga que me entraba por los oídos.
En un resumen muy apurado, la reclusión de mi madre sirvió para alejarme de ella, para dejar de ser adolescente, dejarme el cabello largo, buscar nuevas experiencias, dejarme crecer el bigote. Y para ingerir casi cualquier sustancia que podía introducir en mi cuerpo.


Cero. Nada. ¿Dónde estarán mis recuerdos de esos años? ¿Donde está el gran panteón de la memoria? Quisiera llevarle unas flores. In memoriam.


Los fuertes, aunque invisibles hilos con que mi madre me controlaba se debilitaron durante el tiempo que estuvo en la cárcel, gruesos cables de acero que salían de mi cerebro, que se conectaban a mis tendones, los hilos con que mi madre me movía como a una marioneta.
Lejos de ella, de su asfixiante presencia, olorosa a sudor y a axilas y a ingles, fuera del alcance de su voz (su voz también era un cable, un hilo telegráfico con el cual me manipulaba) empecé a mover mi cuerpo por mí mismo, aprendí a caminar y a mirar sin seguir sus órdenes.
De hecho, fueron tres años los que pude aislarme de su presencia. Pero si alguien me pregunta qué hice, simplemente diré que no lo recuerdo. Esos años se borraron de mi mente, los viví en ninguna parte, fueron unas largas vacaciones en el limbo, una temporada en el abismo.
Mi pasaporte fue la droga, que entonces era una novedad que muchos gustaban y pocos comprendían. ¿Qué hice, dónde estuve, viviendo de qué forma? Si me dijeran que maté a alguien, lo creería.
Conocí gente, de cierto, pues si no ¿quién me daba la droga? ¿Dónde viví? En la calle no, pues si así hubiera sido, si hubiera aprendido a sobrevivir, nunca habría tenido que regresar con mi madre. ¿Quise a alguien, tuve novia o amante? Es improbable, pues su presencia me hubiera librado del recuerdo de mi madre.
¿Tuve un maestro, un gurú, un guía espiritual? Seguramente, pues no asistí a la escuela y sin embargo conozco algunas cosas de las que habitualmente se aprenden en el colegio. También leí libros, mismos que nunca compré y que no conservo.
La policía sospecha que esta forma caprichosa de la amnesia es una estratagema mía para ocultar otros crímenes o solapar a mis eventuales cómplices. Pero esto es falso, simplemente fueron tres años en los que no existí.


Cero. Nada. Agarro mi cerebro, lo sacudo como a un trapo viejo, lo volteo, escudriño entre sus lóbulos y cisuras. Nada. Lo exprimo como a una jerga. Lo mismo.
No tengo recuerdos. Tampoco conozco a alguien que pudiera informarme de lo que hice en esos años. Sólo recuerdo que un día caminaba con el estómago y las bolsas vacíos, con una chamarra que se caía a pedazos de pura mugre, sin un lugar a dónde ir. La libertad era una trampa también, una prueba de resistencia que no pude superar. Maldije mi libertad. Y como si la hubiera invocado, de algún rincón de la ciudad surgió la voz de mi madre. Estaba libre, había cumplido con su purgatorio y estaba nuevamente ahí. Vencido mi libre albedrío, regresé sumisamente a la esclavitud hogareña. Mi supuesta libertad había sido un sueño y ahora, despertaba nuevamente en el barrio de San Gabriel, movido por los hilos de mi madre, para quien volvía a ser una marioneta.